lunes, 10 de enero de 2011
El hermano Lihue
Eran tiempos de expansión del hombre blanco sobre nuestras tierras. Esta intrusión en territorio ajeno mostraba dos caras opuestas: por un lado rebosaba desfachatez y soberbia y se concebía como una fuerza arrolladora capaz de conquistar todo a su paso, mientras que por el otro, guardaba un gran temor por nosotros, los despojados, y nuestra posible represalia. Debido a ello, tras ocupar una nueva región, los arrogantes blancos construían una línea de fortines y fuertes con la intención de poner un freno a los tan temidos “malones”. Pero estas defensas no impedían la venida de nuestra gente.
Cuenta la historia que, luego de uno de los intensos encuentros entre nuestro pueblo y los colonos españoles, un miembro de la tribu encontró a un niño de penetrantes ojos celestes que vagaba errante por la inmensidad de la llanura. Solo y en un mar de llanto, la criatura se encontraba desamparada en la espesa noche. El hombre se compadeció de la suerte de aquel pequeño, lo acogió entre sus brazos y lo llevó junto al resto del clan. La presencia del niño blanco provocó, en un primer momento, un gran revuelo y un aluvión de opiniones encontradas. Pero el debate llegó a su fin una vez que el anciano jefe pronunció su resolución y determinó que el chico sería criado como un miembro más de la tribu. Y así sucedió, finalmente fue bautizado bajo el nombre de Lihue. Los años transcurrieron, se convirtió en un hombre y el paso del tiempo pareció llevarse consigo todo recuerdo de su vida pasada. Su piel curtida por el sol ya no evidenciaba su palidez característica y sus ojos revelaban paz, una paz que solo la libertad del desierto le podía brindar.
Una madrugada, Lihue reposaba sobre la hierba húmeda, mientras contemplaba absorto el espectáculo de colores que el amanecer le ofrecía. Se encontraba deslumbrado ante la majestuosidad de la vista y no advirtió la presencia de un hombre blanco, quien lo observaba receloso a escasos metros de distancia. Sin emitir palabra, lo condujo hacia una gran construcción blanca, donde lo esperaba una pareja criolla. Gruesas lágrimas recorrían el rostro de la mujer, quien lo miraba expectante. Lihue permaneció inmóvil unos instantes y de pronto algo se encendió en su interior. Unas fuerzas incontenibles lo arrastraron y sin preámbulos corrió hacia adentro de la construcción y regresó con un cuchillito de mango de asta. Los blancos rompieron en sollozos y celebraron lo sucedido.
Pasaron largos días con sus noches. Los miembros de nuestra tribu, con gran pesar, decidieron aceptar la decisión de Lihue y resignarse a la pérdida de uno de los integrantes. Pero éste no supo vivir entre cuatro paredes y al cabo de un tiempo se marchó del sitio el cual los blancos insistían en llamar “su verdadero hogar”. Corrió en dirección al desierto sin mirar hacia atrás, sintió cómo sus pulmones se colmaban de un aire fresco, su corazón galopaba extasiado y un cosquilleo invadía su cuerpo. Fue en busca de los suyos. La gente de la comunidad vislumbró su figura desde la lejanía y no pudo contener la alegría. El hermano Lihue había regresado a casa.
Reescritura del cuento "El cautivo" de Jorge Luis Borges, desde el punto de vista del pueblo indígena.
Cuenta la historia que, luego de uno de los intensos encuentros entre nuestro pueblo y los colonos españoles, un miembro de la tribu encontró a un niño de penetrantes ojos celestes que vagaba errante por la inmensidad de la llanura. Solo y en un mar de llanto, la criatura se encontraba desamparada en la espesa noche. El hombre se compadeció de la suerte de aquel pequeño, lo acogió entre sus brazos y lo llevó junto al resto del clan. La presencia del niño blanco provocó, en un primer momento, un gran revuelo y un aluvión de opiniones encontradas. Pero el debate llegó a su fin una vez que el anciano jefe pronunció su resolución y determinó que el chico sería criado como un miembro más de la tribu. Y así sucedió, finalmente fue bautizado bajo el nombre de Lihue. Los años transcurrieron, se convirtió en un hombre y el paso del tiempo pareció llevarse consigo todo recuerdo de su vida pasada. Su piel curtida por el sol ya no evidenciaba su palidez característica y sus ojos revelaban paz, una paz que solo la libertad del desierto le podía brindar.
Una madrugada, Lihue reposaba sobre la hierba húmeda, mientras contemplaba absorto el espectáculo de colores que el amanecer le ofrecía. Se encontraba deslumbrado ante la majestuosidad de la vista y no advirtió la presencia de un hombre blanco, quien lo observaba receloso a escasos metros de distancia. Sin emitir palabra, lo condujo hacia una gran construcción blanca, donde lo esperaba una pareja criolla. Gruesas lágrimas recorrían el rostro de la mujer, quien lo miraba expectante. Lihue permaneció inmóvil unos instantes y de pronto algo se encendió en su interior. Unas fuerzas incontenibles lo arrastraron y sin preámbulos corrió hacia adentro de la construcción y regresó con un cuchillito de mango de asta. Los blancos rompieron en sollozos y celebraron lo sucedido.
Pasaron largos días con sus noches. Los miembros de nuestra tribu, con gran pesar, decidieron aceptar la decisión de Lihue y resignarse a la pérdida de uno de los integrantes. Pero éste no supo vivir entre cuatro paredes y al cabo de un tiempo se marchó del sitio el cual los blancos insistían en llamar “su verdadero hogar”. Corrió en dirección al desierto sin mirar hacia atrás, sintió cómo sus pulmones se colmaban de un aire fresco, su corazón galopaba extasiado y un cosquilleo invadía su cuerpo. Fue en busca de los suyos. La gente de la comunidad vislumbró su figura desde la lejanía y no pudo contener la alegría. El hermano Lihue había regresado a casa.
Reescritura del cuento "El cautivo" de Jorge Luis Borges, desde el punto de vista del pueblo indígena.
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