Termina otro día más en la vida de Juan. Como todas las tardes, regresa exhausto de su trabajo como demoledor de construcciones. Comienza a anochecer y el sonido de pasos siguiéndolo lo inquietan. Aligera el paso y comprueba que su perseguidor también lo hace. Decide cambiar de rumbo a fin de despistarlo, pero comprueba que se haya en un callejón sin salida. Sin tener tiempo siquiera para reaccionar, Juan recibe un certero golpe en su nuca y se desploma en la acera.
Sus ojos se abren lentamente y tardan en acostumbrarse a la claridad del día. Siente un dolor punzante en su cabeza, y eso le recuerda el motivo por el cual se encuentra tendido en el suelo. Pero ya no se encuentra en el callejón, sino que en su lugar, vislumbra una vieja edificación de madera que, a simple vista, brinda tal sensación de fragilidad que bastaría con un soplo para desplomarla. Agudiza sus sentidos en aquel extraño territorio y es así como identifica de inmediato el sonido de risas de niños, chillidos de mujeres posiblemente envueltas en una acalorada discusión y un inconfundible aroma a puchero. Juan se levanta y camina con cautela en dirección a la peculiar vivienda. Llega a un patio central y observa la escena con estupor: un grupo de chiquillos saltando a la rayuela, otro par disperso por el suelo muy concentrado jugando a las bolitas, un muchacho canta a capella un melancólico tango, mientras es elogiado por un petiso rechoncho con un -bene Carlitos, bene-, dos señoras mayores reclaman a gritos su turno para usar el “piletón”, y un hombre golpea una puerta sin cesar mientras maldice al “gallego” que no se digna a salir del baño. Al echar un vistazo hacia su alrededor, Juan comprueba que la construcción esta conformada por un sinfín de precarias habitaciones, en las que parecieran vivir familias enteras en condiciones de hacinamiento total. Alguien por fin advierte su presencia. Es el petiso mofletudo quien, en un rudimentario castellano, le pregunta si efectivamente es el primo vasco de José, al mismo tiempo que contempla sus ropas con una mezcla de extrañeza y desaprobación. Sin esperar una respuesta a su pregunta, continúa ponderando a Carlitos, el muchacho de gomina, y a su presentación del día anterior en el mercado del Abasto. De un segundo a otro, la Policía irrumpe en el lugar junto a un calvo cobrador de alquiler, quien tras señalar uno de los cuartitos, indica a los uniformados que fuercen su puerta y es así como éstos desalojan violentamente a todos los integrantes de una familia, en su mayoría niños, que desconsolados se aferran a la falda de su madre. Juan se convierte sin querer en partícipe de la batalla campal que inician todos los inquilinos con el fin de solidarizarse con la causa y, al mismo tiempo, en víctima de la represión policial. Tras recibir un bastonazo en su cabeza, cae desplomado una vez más en el suelo y pierde el conocimiento.
Despierta y siente todos sus músculos entumecidos, tal como si hubiera sido apaleado. Al abrir sus ojos comprueba que se encuentra nuevamente en el callejón y se convence a si mismo de que todo fue parte de un sueño, uno muy real por cierto. Juan sigue su rutina habitual y se prepara para su trabajo. No sospecha que esa misma mañana deberá demoler un viejo conventillo en el barrio de la Boca, que inexplicablemente le resultará familiar.
"Construcción de un mundo posible" - Viaje al pasado.
Realizado para el Taller de Expresión I Cátedra Reale UBA